Wednesday, February 15, 2006

“Y Alá lo hizo nacer avasallando levemente al tiempo” Decl. Perd, II

La paciencia del monstruo

Jorge Do Carbo era un hombre como cualquier otro, pero una leve incomodidad metafísica en su vida anterior desarrolló en él una enfermedad de realidad, de situación en el tiempo.
Las causas de la enfermedad se desconocen, y su cura no depende de médicos ni hospitales, en todo caso –y con suerte- de físicos y matemáticos.
Según la astrología, Do Carbo, por su nombre, en el día, la hora y el año en que nació, la luna estaba alineada con un planeta que solo fue avistado en ese momento y luego desapareció. La fuga espontánea de este cuerpo celeste, provocó que en el instante de su nacimiento el mundo se acelerara, aumentando el Planeta Tierra su velocidad en 2 Km/h.
Al parecer, según la Ley de Inercia de Isaac Newton, el cambio de velocidad en la rotación de la tierra, hizo que esta se desorbitara, comenzando a realizar la traslación de manera grosera y desordenada.
Sus padres, no se explican por qué, un mes después de su nacimiento aparentaba tener la edad de un infante de 5 años.
Cinco años después de su natalicio, tenía la edad biológica y cognitiva de un sujeto de 18 años, y sus órganos internos cada vez eran más vulnerables a la auto digestión y putrefacción.
En sus ratos libres y de un estado de salud no tan lamentable, trabajaba en un local de comidas rápidas, avisando (ya que tenía la capacidad de observar más allá del presente) y previniendo a los cocineros sobre certeros accidentes de trabajo que parecían ser inevitables. De hecho, salvó a 5 trabajadores de ser electrocutados, a 3 de rebanarse los dedos y a 2 de morir ahogados en la pileta de natación del personal.
Pero al tiempo, la situación de Jorge Do Carbo desmejoró aún más, cuando la Dirección Municipal de Bromatología y Veterinaria lo echó del local de comidas porque tan solo su presencia era antihigiénica: sus muñones emanaban constante hedor a muerte y sus ojos no paraban de supurar.
Do Carbo era muy susceptible a los diferenciales despreciables de aceleración de la Tierra; cada vez que esta se aceleraba 1 x 10-100 km/s2, sus órganos internos envejecían veinte años, así, a los cincuenta parecía un cadáver con varias semanas de putrefacción, y su lenguaje se limitaba a sonidos monstruosos y débiles, que tenían algo de gárgara y de quejido.
Pero Dios no podía terminar con su sufrimiento hasta que su edad real no coincidiera con la de un hombre normal de 95 años.
Su familia ya lo había abandonado por sucio y repugnante, suficientes razones lógicas que se sobreentienden –cualquiera haría lo mismo-, y la mutual de jubilados de la Villa 21 de vez en cuando lo adoptaba como mascota y le daban de comer algún guiso que llevaba varias semanas descomponiéndose, pues se condecía con la situación de Do Carbo. De hecho todos los que lo conocían (pocos eran los misericordiosos platónicos), daban a Do Carbo todo en su justa medida, la cantidad y la calidad suficiente y limitada, guardando armonía con su situación.
A los 60 años, ya no pudo continuar dictando sus clases ad-honorem (no le correspondía exigir sea cual fuere el trabajo, ninguna remuneración) de mecánica dental y economía para pequeños animales. Entre sus alumnos (que por ser faltos del don de la razón eran sus amigos), se encontraban 2 o 3 jerbos y 4 conejos, todos demasiado longevos, que al cabo de un tiempo murieron. Desde entonces, Do Carbo pasa casi todo el día llorando como un niño destetado, a pesar de que hace tiempo ya no tiene ojos: de sus fosas oculares solo queda carne putrefacta y agusanada y la gracia de las lágrimas ya le había sido vedada.
Ahora, llora algo que ni siquiera se asemeja a un infiltrado leucocitario común, ya casi no tiene rostro y ha perdido poco más de cuarenta y cinco kilos.
Dios, aún, no le ha concedido la gracia de morir (quizá por no desautorizar la jurisdicción de Alá sobre Do Carbo, de hecho Alá lo hizo nacer). Y a pesar de que el señor Do Carbo esté literalmente podrido de esperar, aún para él, el tiempo parece transcurrir con una lentitud exasperante, similar a las magnitudes del tiempo en el infierno.
En el Instituto Pasteur, el médico veterinario que lo atendió de urgencia dijo que hace 2 semanas, como consecuencia de un profundo acceso catarral fuerte (pues tiene las defensas muy bajas), perdió absolutamente todo el cerebro por la nariz. Al menos, ahora casi no sufre; desde entonces vegeta sobre el césped y trata de echar raíces –quizá para subsanar el hecho de que nunca pudo tener hijos-, sobre la Plaza Constitución, pudriéndose cada día más.Los perros se revuelcan en él. De vez en cuando, vienen perros ajenos al barrio a orinar y defecar sobre el lánguido cuerpo de Do Carbo. Entonces, los de la zona, lo defienden y lo consuelan lamiéndole la cara, mientras sonríe y trata de ser feliz, como si no supiera que en cualquier momento, una ordenanza municipal establezca en uno de sus artículos, que su cuerpecito sea recogido por el camión de la basura.

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